Todos hemos conocido alguna vez a ese alguien que te cambia la vida. Esa persona que, desde el momento en que aparece, ya nada vuelve a ser lo mismo. Ocurre también en el terreno profesional, aunque tan poderoso puede ser el impacto que se traslade también a la esfera personal. Pete Sampras no tuvo muchos entrenadores a lo largo de sus quince años de trayectoria pero, si le preguntásemos quién fue el técnico que más le marcó, el que más huella le dejó, apenas tardaría unos segundos en responder: Tim Gullikson. El exjugador estadounidense guió su carrera durante solo cuatro temporadas, pero fue suficiente para regenerar su juego y transformar su mentalidad. Y si no le acompañó durante más tiempo fue porque el destino le tenía guardado un trágico final. ¿Quieres conocer su historia?
Navidades de 1991. Pete Sampras tiene 21 años pero ya han pasado doce meses desde que se convirtiera en el jugador más joven de la historia en conquistar el US Open. Una temporada completa en la que no vuelve a ganar Grand Slams por una falta de evolución alarmante. Estancado en la élite –donde el 90% soñaría con estar–, las críticas externas se suman a la presión y la tremenda expectativa alrededor de su figura. Para colmo, Joe Brandi, el entrenador que le escolta desde su llegada al circuito, decide echarse a un lado, agotado por tantos viajes. El puertorriqueño había hecho un gran trabajo con Pete, mejorando su estado físico y ayudándole a dar el paso de adolescente a hombre. Suya era la responsabilidad de aquel triunfo en Nueva York, de su aterrizaje en el top10, pero los sueños de Sampras apuntaban mucho más alto. ¿Quién sería ahora el encargado de coger el timón de un transatlántico de tales dimensiones?
Sampras anhelaba ser más regular y, para ello, necesitaba a su lado a alguien curtido en la experiencia del circuito, un hombre que conociera la competición por dentro, la gestión del día a día. Alguien que le ayudara a manejar esa presión del que parece condenado al éxito. ¿Qué le había aportado Brandi? Un físico privilegiado, en parte, gracias a un método de entrenamiento totalmente hermético que se basaba en pasar miles de pelotas de manera incansable en cada entrenamiento. Para una primera etapa puede resultar práctico, incluso necesario, pero Pete ya estaba muy avanzado en el tablero, por lo que necesitaba saltar al siguiente nivel.
¿GULLIKSON O GULLIKSON?
Tras reflexionarlo mucho aquella pretemporada, el elegido para ocupar el puesto fue Tom Gullikson, el hermano gemelo de Tim y dos minutos más mayor según la partida de nacimiento. Sí, amigos, en los años 70 hubo una pareja que decidió bautizar a sus gemelos Tim y Tom, pero no hemos venido a eso. La pareja de hermanos terminó siendo también pareja de dobles, levantando diez títulos en la modalidad y alcanzando una final de Wimbledon donde cedieron ante McEnroe y Fleming. A nivel individual el mejor fue Tim, llegando a ser #18 del ranking ATP y cuartofinalista en Wimbledon, donde avanzó después de ganar precisamente a McEnroe en la ronda anterior. Sin embargo, Ivan Blumberg, agente de Sampras, le aconsejó a su cliente que apostara por Tom. ¿Cuál fue el problema? Que Tom, además de entrenar a Jennifer Capriati, colaboraba también con el equipo olímpico estadounidense de cara a los JJ.OO. de Barcelona. Una agenda tan apretada le obligó a rechazar la oferta, aunque aprovechó para proponerle a Pete una solución: ¿Qué tal si pruebas con mi hermano?
Tim Gullikson siempre fue un estudioso del juego, un hombre que incluso estando en activo ya soñaba con ser entrenador. En muchas ocasiones, cuando un tenista se retiraba y se pasaba a los banquillos, lo hacía buscando la manera de rellenar ese vacío, de seguir ingresando dinero, o simplemente de mantener el vínculo con el mundo del deporte. Todo lo contrario que Tim, quien sentía verdadera vocación. Él mismo aseguraba haber nacido para ser coach, tendencia que le llevó siempre a ayudar a los demás y tener tiempo para todos. Cualquiera que se cruzara en su camino le recordará como una persona encantadora, alguien cercano en el trato y amable a tiempo completo. Cuenta Sampras en sus memorias (A Champion’s Mind) que la relación entre ambos fue genial desde el principio. No solo funcionaban como equipo, sino que también se divertían fuera, compartiendo momentos tanto en lo profesional como en lo personal.
Para Tim era un sueño entrenar a alguien como Pete, un tipo tranquilo que sabía escuchar cada consejo y luego aplicarlo el día del examen. Gozaba de un talento inmenso, pero todavía pecaba de inexperto, carente de ese último empujón que le hiciera sumar nuevas habilidades. Un alumno así encajaba perfectamente en lo que buscaba Gullikson, aunque también hay que subrayar el carácter totalmente opuesto que mostraban en el día a día. Mientras que Tim era extrovertido y le encantaba socializar en los torneos, Sampras no regalaba una sonrisa a nadie, siempre distante con todos menos con su entrenador. “Tim era una de las personas más queridas de aquella época en el circuito, todo el mundo le amaba”, comentó Jim Courier en un homenaje del pasado elaborado por ATP. Courier, por cierto, será protagonista más adelante.
La metamorfosis del campeón de Washington fue radical, empezando por sus golpes y acabando por su personalidad. Unirse a Gullikson supuso una especie de reconciliación con la competición, de hacerse fuerte ante la adversidad, pero sobre todo de mejorar sus prestaciones. ¿Cómo explicar que un tipo que odiaba la hierba terminara siendo el rey indiscutible sobre esta superficie? Es solo un ejemplo de los muchos que podríamos citar, lo importante es que al final de la temporada 1992, tras caer en la final del US Open ante Edberg y luego levantar su primera Copa Davis, Sampras hizo una exploración en su ‘yo’ más interno y se hizo una promesa hasta el fin de su carrera. Arrancaba su segunda fase como tenista profesional, una donde no se iba a guardar nada hasta alcanzar la mayor cuota de grandeza.
LA METAMORFOSIS
Los cambios se vieron desde el minuto uno en los entrenamientos. Brandi apostó durante dos años por mucha repetición y poca variación. Ahora era el momento de buscar algo más personalizado, así que Tim enterró aquellas ideas y comenzó a utilizar las suyas. “Si un intercambio medio en Grand Slam dura entre 0-5 golpes, ¿qué sentido tenía golpear 50 derechas seguidas en un entrenamiento?”, pensaba el de Wisconsin. Así fue como redujo el tiempo en pista de Pete, tomando prestado el método que ya popularizó Jimmy Connors: acortó sesiones de entrenamiento, multiplicó la intensidad y cambió cantidad por calidad. Aquí habría que darle mucho mérito a Jimbo, el primero en huir de los clásicos intercambios cruzados que bien podrían durar una hora de tedio infinito. Inspirados por Connors, arrancó la revolución. Tim y Pete escogían una debilidad y la trabajaban durante un set o un partido entero, huyendo del hastío habitual del peloteo. “Establece un objetivo antes de entrar a la pista, así no sentirás esa presión de ganar y el desafío adicional hará que el juego sea más emocionante. Estoy seguro que tu nivel aumentará simplemente trabajando por lograr ese objetivo”, afirmaba Connors desde la sombra. Un régimen que llevó a Sampras a crecer en espíritu, en concentración y en nivel de juego. Mutación que provocaría su imparable ascenso mundial.
Para los ajustes técnicos, lo que hicieron fue archivar cualquier recuerdo del US Open de 1990 e ir un paso más allá. ¿Con qué soñaba Pete? Con ganar Wimbledon, torneo donde había logrado una victoria en sus tres primeras participaciones. Tim Gullikson, un especialista en la materia, fue reconocido toda la vida por su victoria ante John McEnroe en los octavos de final de 1979 (6-4, 6-2, 6-2), la mejor victoria profesional que tuvo en sus diez años de carrera. Tal era el contraste que solo podían ir a mejor, así que la primera pieza a corregir fue el resto de revés. Este agujero penalizaba en exceso a ‘Pistol’, tanto en su tenis como en su confianza, de ahí el pobre récord que lucía en Wimbledon. El tiempo, consecuente con aquellos que perseveran, haría de aquella debilidad su mayor fortaleza. ¿Que cómo lo hizo? Acortando el golpe y modificando la postura de sus manos, es decir, medicina técnica para sus muñecas, manos, brazos y cuerpo.
Aunque le sobraba toque, Sampras adolecía de ser un jugador perezoso en cuanto a técnica, pero sabía que solamente con eso no se ganaban títulos. Aquel cambio del swing le permitió hacer más daño, penetrar más con sus golpes y multiplicar la agresividad de tiro. Para sus rivales se hizo mucho más difícil atacarle, lo cual le permitía dominar desde el inicio. Además del revés también mejoró la volea, donde solía pecar de bajar la raqueta antes de tiempo, perdiendo velocidad y mostrando falta de firmeza. Con el cuerpo totalmente detrás de la raqueta era imposible generar potencia y celeridad, así que tocando un par de teclas, Gullikson transformó su juego de arriba a abajo, apuntando especialmente a su rendimiento sobre césped. Fueron cientos de horas de trabajo con una confianza absoluta en que aquel era el camino.
En abril de 1993, año y medio después de arrancar con el nuevo proyecto, Pete Sampras se convertía por primera vez en Nº1 del mundo. Esa temporada ganaría ya su primer Wimbledon y su segundo US Open. La apuesta se doblaría en 1994, conquistando su primer Open de Australia y revalidando la corona en Londres. Su juego en hierba paso de ser un desastre a no tener fisuras, cristalizándose en el principal referente masculino del país por delante de los Chang, Courier o Agassi. Con Gullikson al lado cultivó también la capacidad de competir en los días malos, mejorando mucho la selección de tiros y apartando los golpes llamativos pero inconsistentes. Mientras gran parte de la afición le acusaba de ser aburrido, él seguía coleccionando títulos. En el banquillo, más satisfecho que ninguno, Tim sonreía por haber dado con la clave: “Si esto fuera baloncesto, diría que el truco fue enseñarle al chico cuándo debe lanzar el tiro de tres y cuándo no”.
Podemos hablar de revés, de la volea o del servicio, pero ningún golpe sufrió tanta revolución como el cerebro del campeón. En esa etapa se colocaron las primeras piedras para que luego fuera reconocido como un caballero con raqueta, un deportista de comportamiento excelente, alguien que jamás mostró una emoción durante sus encuentros. Sin embargo, no siempre fue así. Al principio, cuando las cosas no iban bien, Pete era propenso a agachar la cabeza e inclinarse hacia delante, solía tirar la toalla a la mínima dificultad. A todos nos gusta salir ahí fuera y ponerla en la línea, flotar en la pista, pero lo que convierte a los buenos jugadores en grandes jugadores está en cómo afrontan los días donde no aparece tu mejor tenis. Nadie entendió esto mejor que Tim, alguien que como jugador siempre mostró un nivel superior del que realmente tenía.
Gullikson agarró todas sus destrezas y las potenció al máximo. Podría cruzarse con rivales que poseyeran una habilidad natural mayor –nos sobrarían dedos de las manos–, así que Pete se propuso que jamás dejaría que el rival tuviera una mejor actitud o mayor deseo de ganar que él. Esta idea inculcada en aquellos años le hizo ver a Sampras que estaba lejos del competidor que podía llegar a ser. Mejorar un golpe concreto está al alcance de cualquier entrenador, pero lo que Tim buscaba era reforzar la máquina al completo, desde los engranajes hasta el chasis. ¿Modificar un revés? Con horas de trabajo, una misión posible. ¿Cambiar la mentalidad de un jugador? Harina de otro costal. El objetivo era convertir a Sampras en un monstruo de lo mental, haciendo de la determinación su pericia más valiosa.
UN CONTRATIEMPO INESPERADO
La historia se empieza a estropear a finales de 1994, cuando Tim Gullikson comienza a sufrir desmayos sin motivo aparente. Sampras, tras cosechar su segunda Masters Cup y retener el Nº1 mundial, ve como el trabajo empieza a florecer gracias a su nuevo espíritu de lucha y una actitud de nunca darse por vencido. Nada de esto hubiera sido posible sin el talante de su entrenador, quien utilizó su experiencia como jugador para adaptarlo a los problemas actuales de Pete, modificando aquellas circunstancias y convirtiéndolas en oportunidad. El de Wisconsin lo tuvo claro desde que Sampras le tendió la mano, siempre supo del potencial que se escondía tras aquel rostro huidizo, el campeón que podía llegar a ser. Una pena que la vida fuera a ocasionar un terremoto imposible de aceptar.
El estado de salud de Tim Gullikson empeora en 1995, cuando se ve obligado a regresar a casa en mitad del Open de Australia. Paul Annacone se pone al frente de la nave, pero la cabeza de Sampras se encuentra dividida entre Melbourne y Estados Unidos. Es entonces cuando llega el partido de cuartos de final contra Jim Courier, hace justo 30 años, donde Pete se coloca dos sets abajo y la situación le desborda. La gente no da crédito a lo que está presenciando en directo, y no me refiero a verle perder. De repente, Sampras se rompe por completo, llora como un niño, desconsolado por la noticia recibida esa misma semana: Tim Gullikson, diagnosticado de un cáncer poco común, tiene los días contados. Fue impresionante ver cómo aquel guerrero, siempre fuerte y concentrado, se desnudaba de esa manera delante de 15.000 espectadores. Ese dolor incurable por su entrenador le rompió el corazón, pero qué mejor homenaje que seguir luchando en aquellas condiciones.
‘¡Hazlo por Tim!’, le gritaron en la grada, invitándole a enfocar toda esa impotencia en pos de la competición. Así empezó la remontada, hasta plantarse en una quinta manga donde los papeles ya estaban repartidos. Al comienzo del quinto set, mientras se secaba las lágrimas, Sampras sabía que lo más difícil estaba hecho. Recuperó su nivel fantástico, mostró su arsenal al completo, exhibiendo todo aquello que su entrenador le había enseñado. Un altísimo nivel de tenis combinado con la fortaleza mental y un carácter ganador. Resultado final: 6-7, 6-7, 6-3, 6-4, 6-3.
Andre Agassi, renacido en aquel 1995, acabaría llevándose la final ante un Sampras vacío de energía. Entre ambos se irían repartiendo los grandes torneos de la temporada, con un Sampras decidido a dedicarle a su entrenador cada victoria que lograra hasta el último de sus días. Fue la etapa más dura para el de Washington, sufriendo muchísimo de estrés, vómitos, úlceras, tensión y alguna lesión espontánea que tampoco ayudó. Aún así ganó su tercer Wimbledon, su tercer US Open y su segunda Copa Davis. Aquello le dio para conservar un año más el Nº1 del ranking, pero no para cambiar el destino de su compañero. Gullikson le seguía asesorando a distancia, pero era Annacone quien viajaba a cada torneo, estirando un período de calvario para todos. Después de cuatro años juntos y, habiendo conquistado cuatro títulos de Grand Slam y el Nº1 del mundo, el triste desenlace se hizo realidad. Tim Gullikson, que apenas podía caminar y empezaba a hablar con dificultad, falleció el 3 de mayo de 1996. Tenía 44 años.
LA HERENCIA DE TIM
“Hoy he perdido algo más que un entrenador […] Más que un entrenador, para mí siempre fue un amigo, mi mejor amigo, alguien a quien le confesé muchas cosas que jamás le había contado a nadie”, declaró Pete por aquellas fechas. Era la primera vez que perdía a alguien, en este caso, la persona que le había dado un vuelco de 180º a su carrera deportiva. Su timidez le hizo dudar acerca de si debía o no debía hablar en el funeral, pero finalmente le convencieron. Donde no lograron convencerle fue a la hora de disputar la gira de tierra batida inminente, así que se plantó en Roland Garros sin una sola victoria en la superficie. ¿Y qué hizo? Semifinales, su mejor resultado, una ronda que jamás volvería a pisar en París. Para muchos, un motivo para estar contento; para Pete, una tortura que le acompañaría para siempre después de cada derrota: “He fallado a Tim”.
El resto de la historia ya la conocen. Sampras se convertiría en el mejor jugador de todos los tiempos hasta perder la motivación y retirarse tras levantar su #14 título de Grand Slam. De esos catorce, diez fueron con Annacone, el hombre que siguió perfeccionando el gran trabajo de Gullikson. Fue Tim el que logró dar un paso adelante en lo táctico, en el conocimiento del rival o en la renovación de su propio juego, una herencia que Pete aprovechó para exprimir su máximo potencial y tenerle siempre presente. El relato podría compararse a la pérdida que sufrió Roger Federer una década después con su entrenador Peter Carter, fallecido a los 38 años tras un accidente de coche en su luna de miel. Dos ángeles que cumplieron su función antes de irse, la de frotar la lámpara para inspirar a dos talentos generacionales que reinaron con puño de hierro sobre el resto. Solo que, en este caso, los genios fueron ellos.