Hoy 21 de diciembre, hace justo 70 años, en la ciudad de Fort Lauderdale, vino al mundo una de las deportistas más grandes de todos los tiempos.
De familia tradicional y clase trabajadora, aquella niña endeble de ojos color avellana jamás pensó que sería tenista profesional. De pequeña pasaba las horas pintándose las uñas y repeinándose ante el espejo. Fue una niña feliz, quizá su máxima preocupación fuera sentarse en clase cerca del chico que le gustaba, o saber en qué momento empezaría a utilizar sujetador. Eran otros tiempos, con otra educación y unos estereotipos muy marcados. La cuestión es que Christine Marie Evert –y perdón por la expresión– iba camino de ser una más […] hasta que la figura de su padre la empujó por un camino totalmente opuesto a lo inadvertido. Desde que agarró una raqueta con 5 años de edad, su vida jamás volvió a ser la misma. Tampoco la nuestra.
Aunque parezca sorprendente, os puedo asegurar que su relación con el tenis no fue amor a primera vista. Por lo que sea, no se dio esa conexión, nunca tuvo la seguridad de estar en el lugar correcto. Jimmy Evert, un enamorado del tenis, tampoco le vio nada especial, aunque en sus deseos más profundos habría firmado que sus cinco hijos hubieran cumplido su sueño frustrado. Todos jugaron, todos lo intentaron, pero nunca las obligó ni les castigó por nada relacionado con el tenis. Era muy disciplinado, eso sí, una persona alimentada por una vida austera y una tremenda fe. Empezó a rodarse como recogepelotas cuando era solo un chaval, ganando 5 centavos la hora y llegando a jugar durante diez horas seguidas al día, parando únicamente para comer. En 1952 se casó con Colette Thompson, la mujer que le hizo ver que había algo más allá de una red y un bote de pelotas.
Jimmy no tenía miedo de convertir su hobby en su forma de vivir, así que terminó trabajando en el Holiday Park, un complejo municipal con 21 pistas de tenis en Fort Lauderdale. El tipo era un currante, pero aprendió a cuadrar sus prioridades. Por ejemplo, su vida giraba alrededor de tres pilares fundamentales: trabajo, familia e iglesia. Su mujer, que trabajaba en la cafetería del colegio y compartía estos mismos patrones, le daría cinco hijos fabulosos: Drew, Chris, Jeanne, John y Clarke. Si algo no faltó en esa familia fue el amor, aunque se repartía de maneras diferentes. Mientras que la madre brillaba con su carácter extrovertido, el padre se mostraba más reservado, situación donde aparecía un factor para vincularlo a sus vástagos. “El tenis siempre me abrió grandes puertas, así que pensé que tal vez podría hacer lo mismo con nuestros hijos”, pensó Jimmy en aquella época. Lo pensó y lo llevó a cabo.
PRIMEROS ÉXITOS
El palmarés de Chris no tardó en acoger sus primeros trofeos. Desde los 8 hasta los 16 años, aquella niña prodigio arrasó tanto a nivel estatal como nacional, aunque su familia seguía sin tomársela muy en serio. Ella misma, tampoco. A su juego le faltaba un gran golpe, carencia de la que podríamos responsabilizar a su padre, quien la formó bajo un estilo paciente, sin florituras, esperando siempre el error de la rival antes que buscar el acierto propio. Físicamente era muy pequeña, parecía débil incluso para sostener una raqueta, de ahí que su padre tuviera muchas dudas acerca de cómo tenía que ejecutar el revés: ¿a una o dos manos? El día que la vio desarrollar el golpe a dos manos se le despejaron las dudas hasta el fin de los días.
El sueño de Jimmy Evert empezó a hacerse realidad en 1969, cuando una tal Margaret Court aterrizó en el Holiday Park para preparar su próximo torneo. Jimmy se acercó a verla entrenar y lo que vio le dejó hundido: ‘Chrissie no puede seguir este ritmo, no puede golpear la pelota tan fuerte’, asimiló rápidamente. Su hija, de solo 14 años, ya era la campeona nacional sub16, un éxito que llamó la atención de Clifford Brown, promotor que buscaba completar un cuadro de 8 jugadoras para una exhibición en Charlotte. Allí estarían Court, Nancy Richie o Françoise Durr entre otras, todas de talla mundial. ¿Quién sería la octava? Colette, la madre de Chris, le hizo la maleta con una sola muda de ropa. Años después explicó el motivo: ‘Pensé que estaría de vuelta a casa al día siguiente’.
El festival adolescente empezó pronto: 6-1 y 6-0 ante la francesa Durr, segunda mejor jugadora sobre tierra batida del momento. Sus padres no se lo podían creer. La siguiente en pasar por el dentista fue Court, de 28 años y vigente campeona en tres de los cuatro Grand Slams. Le apodaban ‘The arm’ porque los brazos le medían tres pulgadas más que la media, aunque su mayor ventaja era la fuerza, equiparable a la de muchos hombres. Y allí apareció Evert, que pesaba 40kg, para superarla por 7-6 y 7-6. El polvo de ladrillo anuló por completo a la australiana y potenció todas las fortalezas de la estadounidense. Esa misma noche, los padres de Evert decidieron cambiar su incredulidad por unos billetes a Charlotte.
Evert llegó hasta la final, donde cayó ante Nancy Richie, pero el ruido de aquella niña de melena rubia procedente de Florida ya era imparable. La USTA la invitó a disputar la Copa Wightman de 1971, una competición anual que enfrentaba a Estados Unidos y Gran Bretaña. Chrissie se convirtió en la más joven de la historia en disputar el evento, liderando a un país que lloró la falta de sus dos mayores estrellas: Billie Jean King y Rosie Casals […] Luego ni se acordaron de ellas. Estados Unidos quedó campeona con un resultado de 4-3, dando Chris los dos puntos individuales ante Winnie Shaw y Virgina Wade. El paso del tiempo la llevó a conquistar también el campeonato sub18, un golpe que acabó por tirar abajo la ficha más importante. En el verano de 1971, el US Open entendió que lo más justo era entregarle una wildcard a la flamante sensación de la que todo el mundo hablaba.
UN CICLÓN IMPARABLE
Chris Evert fue el primer fenómeno tenístico de la Era Open, un nivel de precocidad que no se recordaba desde Maureen Connolly, norteamericana que conquistó todos los Grand Slams con 18 años pero que tuvo que retirarse a los 21 tras un accidente de caballo. De manera aleatoria, el timing de su llegada al profesionalismo fue simplemente perfecto, con la era abierta dando sus primeros pasos y los tenistas empezando a cobrar por su trabajo. Billie Jean King fue la encargada de instaurar el circuito Virginia Slims, logrando incluso la cobertura televisiva de los torneos. Esto supuso el click definitivo para que todo el mundo la conociera en aquel US Open de 1971, para que todos quedaran hechizados tras verla en directo por primera vez. Claro, que ella también puso mucho de su parte llegando hasta las semifinales, pero no vayamos tan deprisa.
Por cierto, mientras Colette no se perdía un solo partido de su pequeña, su padre prefería quedarse en casa, manteniendo su puesto de trabajo y cuidado del resto de sus hijos. Después de formarla durante tantos años, ¿por qué salirse de la foto cuando por fin recoger lo sembrado? El motivo real era la enorme aversión que sufría Jimmy a las grandes multitudes, hasta el punto de padecer una hipertensión arterial que le impedía ver con tranquilidad los partidos de su hija. ¿Saben qué es lo primero que hacía Chris al terminar cada partido? Llamar a su padre, el hombre que puso la primera piedra de aquel castillo que estaba empezando a levantarse.
Una pena que Jimmy jamás tuviera un gesto de cariño o admiración a su hija. Hubiera hecho –o no hecho– lo que fuera con tal de que su hija entendiera que el éxito nunca estaba garantizado. Eso también le hizo a Chris ser como era: tenaz, trabajadora y muy estable emocionalmente. Si una cosa tenían en común es que ninguno era fan del elogio. El mejor ejemplo para fotografiar esta premisa es lo que sucedió en el Holiday Park durante aquel US Open 1971, cuando una debutante de 18 años se coló entre las cuatro mejores en su primera participación en un Grand Slam. Todos los miembros del club acordaron organizar una fiesta de bienvenida a Chrissie, una celebración por todo lo alto para devolverle con afecto todo su esfuerzo en la Gran Manzana. ¿Qué dijo su padre? “De ninguna manera, no ha ganado el Abierto de Estados Unidos”.
Así era Jimmy y así se mantuvo hasta agosto de 2015, cuando falleció. En sus 48 años al frente del mismo club, la mayor alteración fue subir su tarifa de entrenador de 6$ a 10$. Era Jimmy Evert, el padre de la leyenda, el encargado de moldear a una campeona de época, pero nunca hubiera dormido tranquilo de haber utilizado su fama para aprovecharse de las personas. Incluso rechazó crear su propia Academia o escribir un simple libro. “Nadie lo leerá”, contestaba a las editoriales, mientras todas las chicas de Estados Unidos se dejaban coleta e intentaban imitar el revés a dos manos de su hija. Lo que nunca pudieron replicar fue su mentalidad, el factor que la hizo llegar hasta el último escalón de la pirámide. La cualidad que la hizo única.
CREADA PARA GANAR
A cualquiera que le preguntemos cómo era jugar contra Chris Evert, de respuesta obtendríamos una sonrisa, un lamento o un gemido. O quizá las tres a la vez, ya que todas son correctas. Su voluntad inquebrantable y su extrema profesionalidad dejaron huella en todos aquellos que compartieron pista con ella. Era tan competitiva que si le ganabas una partida de ping-pong, seguramente no te hablara hasta el día siguiente. Así era ella y así era Jimmy también. Así le enseñó a comportarse, así es como se forjan el 99% de los campeones. “Tu trabajo es salir a la pista y destruir a la otra persona”, le repetía cada día. Esa mirada que muchos descubrieron por televisión la traía ya desde niña, hasta Navratilova se desesperaba cada vez que tocaba enfrentarla. Muchas no querían ni entrenar con ella, porque un simple fallo podía venir acompañado de una mirada fulminante de desaprobación.
Evert solía decir que la habían criado para trabajar duro y mantener la boca cerrada, a ella le gustaba hablar dentro de la pista, aunque el tenis empezó a convertirse en un medio que le permitía desahogarse de cualquier ambición, emoción o miedo que mantuviera reprimido en su interior. “Aquello fue realmente bueno para mi ego”, dijo en su momento. Poco a poco, la niña se iba transformando en mujer, comenzaba a sentir que el tenis le daba una identidad, un punto de apoyo que la hacia sentir especial. Y cuanto mejor lo hacía, más se enamoraba del juego.
El régimen que Jimmy imprimió sobre Chris acabó dando resultado con el tiempo. Imposible imaginar toda esta historia sin él. La convirtió en una ejecutora letal, de golpes precisos, ausente de nervios, una máquina de competir tan natural como el encanto que desprendía ante las cámaras. Fueron tantas horas de entrenamiento, tantos manuales leídos buscando la perfección, que aspectos como la preparación de la raqueta o la activación de pies durante el punto pasaron a ser automatismos totalmente independientes. Por eso cuando llegó el US Open 1971, y muchos la tacharon de inexperta, ella respondía con una sonrisa. A sus espaldas cargaban ya 11 años de estricta planificación junto a su padre, más de una década componiendo una partitura que ninguna rival supiera interpretar.
En Fort Lauderdale, conocida también como la Venecia de América, se forjó la mejor jugadora de fondo de la historia. Evert nunca se rendía, era obstinada, inflexible, de concentración infalible y una insultante exquisitez cuando tocaba poner un passing shot. Decir que era un estilo muy duro es quedarse corto, puesto que ella lo llevó al extremo. La sensación viéndola jugar era la misma que ver un reloj balanceándose, un acontecimiento hipnótico, por eso su primer apodo fue ‘Señorita Metrónomo’. Cada punto era una guerra y Chris las quería ganar todas. Competía de un modo casi inconsciente, sin pensar, impulsada siempre a devolver una bola más. Una bola más. Una bola más. Cansa solo de pensarlo. Si hacía falta estar 15 minutos para ganar un punto, allí que se quedaba. Normal que las rivales salieran ya derrotadas.
PALMARÉS DE LEYENDA
Evert terminó su carrera con un balance de 1.309-146, conservando a día de hoy el porcentaje de victoria más alto de todos los tiempos (90%). Tal fue su dictadura dentro la cancha que llegó a disculparse por su método de juego, asumiendo que no era el más divertido. ¿Recuerdan el caso de Pete Sampras? Pues lo mismo pero con el estilo contrario. Sin embargo, Chris se equivocaba, su tenis englobaba todos los matices posibles y una inteligencia suprema. De un modo u otro, siempre encontraba la solución para que la rival fallara. ¿Quién no hubiera firmado ese super poder? Tan simétrica era que sus oponentes nunca anticipaban el último golpe, sobre todo con el revés. ¿Dejada, globo, cruzado o paralelo? Daba igual, los dominaba todos. Hubo ocasiones que se topó con tenistas más fuertes que ella, como los mejores años de Martina Navratilova, pero su voluntad de ganar le hizo siempre sobreponerse. La expresión ‘construir el punto’ debería llevar al lado una foto suya.
Ahora que ya conocéis cómo se originó el ‘fenómeno Evert’, entenderéis por qué a los 18 años apenas le costó adaptarse al circuito profesional. Su juego y su personalidad estaban ya formadas, además de la ética, la resistencia y cada golpe puesto en su lugar. También el respeto, los valores y esa semilla de la humildad tan bien plantada por sus padres. Primera norma: dar cada día tu mayor esfuerzo, innegociable. Segunda norma: los errores no forzados son irritantes, hay que evitarlos. Tercera norma: ¿Poner excusas? Antes la muerte. Nunca un tenista había representado tan bien el estoicismo. “Cuando veo esa expresión fija y sombría dentro de la pista sé que no soy yo. Mi padre me la inculcó a una edad temprana, me dijo que no mostrara ninguna emoción en la cancha, que esto sería una ventaja para mí, haciendo que mis rivales se sintieran frustradas”, explicó una vez retirada. Las convicciones, una vez más, estaban marcadas desde el inicio.
De entre toda la riqueza que desprende su legado, quedará por siempre el valor de su fortaleza mental. Evert era superior a las demás, aunque la autoría de aquel poder recayese en su padre. Por muy agotador que resultara su estilo para el resto de terrícolas, nunca hubiera podido mostrar esa consistencia de no haber sentido un perverso placer personal con la exquisita tortura con la que sometía a sus oponentes. No importaba el gasto de energía que hiciera falta, en ese sentido era despiadada hasta consigo misma, ignorando el sufrimiento físico con tal de llegar a ese momento del partido donde se decantaba la balanza. Allí donde su rival asumía ser una prisionera más, una víctima, exponiendo cómo su resistencia empezaba a fracturarse. Leído de esta forma, roza lo sádico.
Por todo esto y mucho más nadie quiso perderse aquel US Open 1971, todos querían presenciar aquel fenómeno. Hasta Billie Jean King fue a verla a pista, confirmando que la curiosidad abrazaba a todos los actores implicados. Aunque todavía era una joven amateur, BJK quería ver con sus propios ojos si aquella niña podía ser la mujer que potenciara un circuito que apenas llevaba un año de vida. A sus 27 años, la futura fundadora de la WTA se veía ya como una veterana, así que su misión era encontrar cuanto antes un relevo. Cuando la vio en segunda ronda fulminar a su adversaria, rápidamente miró el cuadro para ver los hipotéticos cruces. Quedaba lejos, pero había una mínima opción de que se enfrentaran en semifinales. Evert cumplió, ganó sus cuatro partidos y se metió en semis, citándose con Billie por un billete a la final.
Me encantaría deciros que el sueño añadió una nube más, pero Chrissie no pudo superar a la Nº1 del mundo actual: 6-3, 6-2. Muchos años después, King confesó que, en los casi 1.400 encuentros que protagonizó en su carrera, jamás había estado tan nerviosa en los minutos previos a entrar a pista.